Don Juan de Borbón
Jaque a la legitimidad del Rey
Ahora, cuando se han cumplido veinticinco años del fallecimiento de un miembro fundamental en el mantenimiento de la Casa Real de Borbón, cabe recordar las palabras que un día dijo su padre, quien tampoco murió limpio de incorrecciones: "En España hoy todo es mediano menos España misma, que ha sido y será siempre grande por derecho propio". El Rey anda permanentemente en la cuerda floja. Para muchos españoles -celosos desconocidos- es un anacronismo intolerable continuar con la monarquía hereditaria. La concepción clásica, casi mística, de esta fórmula presupone creer en Dios, que fue el que designó a un hombre y a sus descendientes como raza escogida. Esta doctrina política del derecho divino, que suena alarmantemente anticuada, es en la que se sustenta el principio de la legitimidad. "Je fais mon métier de roi", decía constantemente el todopoderoso Luis XIV.
Los hombres destinados a regir todas las pequeñas células que forman un pueblo -desde la nación más civilizada a la tribu más salvaje- poseen una doble naturaleza: la humana y la simbólica; y están predestinados para engarzar ambas de manera natural, su físico y su psique deben solidarizarse permanentemente con su investidura. Don Juan perdió su trono, en efecto, pero no la soberanía que nadie pudo quitarle en la tierra, por haberla recibido, junto con la vida, de un poder muy superior. Tenía bien ordenadas en la cabeza las ideas sobre el lugar que el destino le había reservado en esa regia cadena. Aquel hombre, con su porte, vivió en un estado de representación permanente. Supo confundir a sus críticos y hacerlos sus apologistas. Reunió las características del hombre moderno y de un rey antiguo, puso todo su empeño en cumplir, fuera de su patria, con los deberes que, por la dignidad de su nacimiento, le correspondían, a despecho de ancestrales flaquezas y de la acción corrosiva de crueles desencantos. Era precisamente entonces cuando don Juan se presentaba más rey que nunca, demostrando con pertinaces esfuerzos el camino de la salvaguardia de los intereses y prestigios de la realeza en general y de su dinastía en concreto.
La esencia de la Monarquía y la ley conexa de la legitimidad estaban en jaque, pero su labor competente saltó por todo el alud de las históricas controversias. Muy probablemente, en su interna soledad, padeció y fue desgraciado, pero a día de hoy, si pudiera ver el estado español, comprendería satisfecho cómo su discreto paso por la historia fue una edición extraordinaria. Si fueron desmerecidos sus honores en vida fue porque estaban llamados a prolongarse de cara a un mundo impaciente. La calma del Rey, entonces, puede actualmente ser perfecta.
La Casa de Borbón es una encarnación viviente de la monarquía legítima: la dinastía oriunda de Hugo Capeto, proclamado Rey en el año 987, e implantada en España con Felipe V, nieto de Luis XIV. Así lo dejó dicho en su testamento Carlos II el 2 de octubre de 1700: "Declaro que mi sucesor es el duque de Anjou, segundo hijo del Delfín… Declaro que si el duque de Anjou falleciese o fuere llamado a la sucesión de Francia, entonces la sucesión de la monarquía (española) correspondería al duque de Berry". Me asoma a la memoria, por una caprichosa asociación de ideas, el título del primer film con ambición de crear un espectáculo de calidad, El asesinato del duque de Guisa. Todo ello con la cándida esperanza que provoca la avaricia del racionamiento legal. Y luego, ellas, las Reinas de España, cada una con sus particularidades. En las misivas diarias llenas de faltas de ortografía que la mujer de Carlos IV escribió a su primer favorito, se puede leer: "Me paro porque el Rey, que me aguanta la vela, se cae de sueño, y tengo miedo de que se duerma y me queme las cortinas de la cama".
No sé si nuestro Rey actual, acostumbrado a estar en pública evidencia, echa el resto en el montón de sus recuerdos. Hallar el gran estímulo diario de su circunspecta labor es en sí misma una acción encomiable, por no decir divina. La historia de España, inflexible, continúa bajo su carácter que imprime la suprema garantía de estabilidad, conforme a una curiosa ley que parece regir divinamente en todas partes, aunque no esté escrita en ninguna. "Cuando un linaje ha dado todo lo que se esperaba de él, desaparece; pero, mientas subsiste, sus derechos son imprescriptibles" es la base de la doctrina del derecho divino. Y huyendo -si a estas alturas es posible- de controversias, me refugio para terminar en las propias palabras que el bisabuelo de nuestro Rey dirigió a un marqués de poca enjundia como para recordar aquí su nombre: "Me complazco en hacer constar que ha interpretado usted perfectamente mis pensamientos".
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